NOTA DE TAPA >La seducción argentina
La figura de Witold Gombrowicz es tan legendaria en la literatura argentina como esa obra esquiva, inaprensible y única que escribió durante los 24 años que siguieron a su llegada al país desde Polonia. De fabulada estirpe noble, displicencia aristocrática y sarcasmo irritante; rechazado por el círculo de Sur; centro de un círculo propio, de discípulos y jóvenes que lo imitarían, lo adularían y lo mitificarían. Hace veinticinco años, su mujer, Rita Gombrowicz, publicó en Francia Gombrowicz en la Argentina, una compilación de testimonios tomados por ella misma que reconstruyen los días y las noches de esa larga vida del escritor polaco en Argentina. Paradójicamente, recién ahora El cuenco de plata traduce y publica en este país esa rica biografía oral. El escritor Rodolfo Rabanal, guionista del recordado documental Gombrowicz o la seducción, presenta el libro Por Rodolfo RabanalHay artistas que arman, con sus obras y sus vidas, el halo de una fábula o el perfil irresistible de una leyenda. Witold Gombrowicz, en muchos sentidos, fue uno de ellos: el escritor de talento, el “genio” que fue para no pocos y el hombre escueto, escrupuloso, sarcástico, de aires aristocráticos, irritante, el que rechazaba toda recompensa que le implicara un alto precio o, por lo menos, un precio que él jamás se sintiera dispuesto a pagar, construyen –esos dos aspectos– el mito Gombrowicz, acrecentado por su condición de extranjero pobre y orgulloso en Buenos Aires, redefinido por sus amigos y llevado a la cima por sus jóvenes “discípulos” en los últimos seis o siete años de su estadía en el país.Mientras vivió en Argentina, donde escribió, durante los veinticuatro años que residió aquí, la mayor parte de su obra, el círculo más prestigioso de las letras de entonces, prefirió ignorarlo: bastaron dos visitas a la casa de Victoria Ocampo para que lo consideraran un polaco insufrible. Y, sin duda, él habrá colaborado no poco para que así ocurriera. “El artista –dice Gombrowicz en alguna parte de su diario– debe actuar siempre en los confines mismos de la vergüenza y el ridículo.” Esa convicción –qué duda cabe– distaba de ser un buen pasaporte en las aduanas de San Isidro.
De modo que escribió en su idioma, en pobres pensiones del barrio sur, viviendo un poco de lo que le viniera a la mano o ganando un magro sueldo como empleado del Banco Polaco.
¿Era conde, como le gustaba presumir un poco en broma y un poco en serio?
¿O se trataba del retoño de una rica familia burguesa de provincia, culta y refinada? Lo último es mucho más probable que lo primero, pero el resultado vuelve indistintas esas opciones de origen: sus maneras, su insolencia quieta, sus calculados argumentos para fomentar una discusión, su forma de llevar la muy usada ropa que vestía con elegancia descuidada, sus ideas exclusivistas, su individualismo tenaz, su libertad perdularia y dionisíaca, sus riesgosos merodeos por las zonas de Retiro a la caza de encuentros homosexuales pasajeros, todo, en fin –o casi todo– casaba estupendamente con los reflejos sociales de su más bien incierto pasado.
Personalmente, jamás lo conocí, y sin embargo hubo un momento en que me “intoxiqué” de su presencia.
La historia de esta “intoxicación” reúne, si se quiere, los tonos casi inverosímiles de una larga e improbable sesión de espiritismo. En el otoño de 1985 le comento a Alberto Fischerman que me persigue una imagen cinematográfica para mí imposible de realizar. Le digo entonces que veo un barco blanco anclado en el puerto de Buenos Aires y la figura de un hombre bajando de él para perderse solo en las calles que llevan al centro. El hombre gasta un sombrero, viste un viejo impermeable inglés y carga dos valijas. Es Gombrowicz pisando por primera vez el suelo argentino en 1939.
Poco antes de 1985 yo acababa de volver de Francia, donde había vivido unos años, y Rita Labrosse, la joven viuda de Gombrowicz, me había obsequiado los volúmenes del diario del escritor y la primera edición del libro que hoy se presenta en estas páginas: Gombrowicz en la Argentina, una compilación muy interesante de testimonios hechos por ella misma en Buenos Aires en 1979 y ahora, por primera vez –después de treinta años– traducido al castellano.
Con la lectura de sus diarios y los diversos testimonios desplegados, entre ellos los de Ernesto Sabato, Alejandro Rússovich, Manuel Gálvez, Jorge Calvetti y algunos de sus “discípulos”, la figura de Gombrowicz y su peripecia argentina cobraron forma en mi imaginación en los términos de una ficción híbrida en cuya trama el polaco se volvía argentino de adopción y su obra pasaba a formar parte de nuestra tradición literaria más impertinente y deslumbrante. Empecé escribiendo unos artículos alrededor de la figura y la obra de Gombrowicz en el semanario El Periodista y seguí tomando notas para aguzar el perfil de un desterrado voluntario que hizo de los márgenes (paradójicamente) un centro. De a poco (o quizá fue de golpe) imaginé escenas vivas, fílmicas, y surgió aquello del barco blanco. Fischerman, un vaso de whisky en la mano, pescó la idea al vuelo y nos largamos a construir un film posible. Lo primero fue imaginar una coproducción con algunos realizadores polacos (a lo grande, pero desde los bordes “inmaduros”: Polonia y Argentina), faltaron fondos, no voluntad, en consecuencia redujimos las ambiciones y recurrimos a la tabla salvadora de las cinematografías pobres: el intimismo, la “espontaneidad”. Llamé a Dipi (Jorge Di Paola), Dipi llamó a Mariano Betelú, Betelú a Juan Carlos Gómez, Gómez a Alejandro Rússovich. Fischerman habló con Javier Torres, que dirigía en aquellos años el Centro Cultural San Martín; Javier consiguió una parte sustancial de la financiación, con poco más podíamos filmar. Entonces empezó mi trabajo de guionista.
Para ser breve, durante dos meses, con un cuaderno en la mano, escuché las historias de los cuatro amigos: asistí a sus ironías, a sus confesiones, a sus celos y observé, cada vez más sorprendido, de qué modo hipnótico y hechizado imitaban al maestro. Reproducían su voz, sus palabras, sus gestos, su manera de andar. Y cada uno de ellos, encarnando a Gombrowicz, encaraba a cada uno de los otros hasta entablar un diálogo fantástico –o fantasmático– que llegaba del pasado en un tránsito vigoroso y expansivo que nos dejaba, a Fischerman y a mí, perplejos y casi desorientados.
Es así que Witold Gombrowicz apareció ante mí como la encarnación de un espíritu convocado por la neurosis mimética de sus antiguos discípulos. Quizá porque sólo se imita (a la perfección) lo que se ama, se venera y se odia, en este caso un maestro y un gentil tirano, quienes remedaban la voz y las palabras de “Witoldo” consiguieron exhumar una realidad pretérita con la vivacidad comprometedora de un testimonio más valioso y punzante que mil fotografías amarillentas y muertas. Y de eso, precisamente, trató la película. Gombrowicz había revivido y pasaba facturas a sus discípulos mientras estos se burlaban de sus escrúpulos sofisticados, de sus engaños estratégicos, de sus “mentirillas” licenciosas, de sus regateos minúsculos, de sus consejos a estos “criollitos imbéciles que parece que nacieron boludos”. No sé si pasaron cuatro o cinco meses entre la prefilmación y la filmación misma, cuyas escenas centrales tuvieron lugar en un viejo salón de las abandonadas Tiendas San Miguel, pero lo cierto es que me parecieron una eternidad. Después de largas horas de trabajo, Alberto y yo abandonábamos el set y nos perdíamos en largas caminatas por la 9 de Julio para sacarnos de encima aquella ilusión de espectros que parecían haber perdido su lugar en la Tierra. Estábamos hartos de Gombrowicz y de sus fanáticos apóstoles, harto de las habladurías que habían brotado entre ellos y el mundo que sobrevivió a Gombrowicz, hartos de ese “padre” terco que había logrado modelar bajo la garra de su influencia las vidas de estos muchachos que ahora eran hombre adultos. Esa fue la “intoxicación”.
El antídoto lo produjo el estreno de Gombrowicz o la seducción, representado por sus discípulos. Ahora pudimos relajarnos en las butacas y permitirnos que la película hablara por sí misma, y en algún sentido fue una fiesta, aunque acotada y no muy exitosa. Gombrowicz la habría encontrado “inmadura”, “inferior” y acaso, precisamente por eso, absolutamente respetable.
Sólo meses después, con una curiosidad sigilosa, volví a leer Ferdydurke. Temía que me tragara la náusea, pero me ganó el regocijo y la renovada sorpresa –embelesada– de volver a descubrir un texto capital, la mejor novela espuria de una vanguardia sin nombre.
NOTA DE TAPA >
La seducción argentina
La figura de Witold Gombrowicz es tan legendaria en la literatura argentina como esa obra esquiva, inaprensible y única que escribió durante los 24 años que siguieron a su llegada al país desde Polonia. De fabulada estirpe noble, displicencia aristocrática y sarcasmo irritante; rechazado por el círculo de Sur; centro de un círculo propio, de discípulos y jóvenes que lo imitarían, lo adularían y lo mitificarían. Hace veinticinco años, su mujer, Rita Gombrowicz, publicó en Francia Gombrowicz en la Argentina, una compilación de testimonios tomados por ella misma que reconstruyen los días y las noches de esa larga vida del escritor polaco en Argentina. Paradójicamente, recién ahora El cuenco de plata traduce y publica en este país esa rica biografía oral. El escritor Rodolfo Rabanal, guionista del recordado documental Gombrowicz o la seducción, presenta el libro
Por Rodolfo Rabanal
Hay artistas que arman, con sus obras y sus vidas, el halo de una fábula o el perfil irresistible de una leyenda. Witold Gombrowicz, en muchos sentidos, fue uno de ellos: el escritor de talento, el “genio” que fue para no pocos y el hombre escueto, escrupuloso, sarcástico, de aires aristocráticos, irritante, el que rechazaba toda recompensa que le implicara un alto precio o, por lo menos, un precio que él jamás se sintiera dispuesto a pagar, construyen –esos dos aspectos– el mito Gombrowicz, acrecentado por su condición de extranjero pobre y orgulloso en Buenos Aires, redefinido por sus amigos y llevado a la cima por sus jóvenes “discípulos” en los últimos seis o siete años de su estadía en el país.
Mientras vivió en Argentina, donde escribió, durante los veinticuatro años que residió aquí, la mayor parte de su obra, el círculo más prestigioso de las letras de entonces, prefirió ignorarlo: bastaron dos visitas a la casa de Victoria Ocampo para que lo consideraran un polaco insufrible. Y, sin duda, él habrá colaborado no poco para que así ocurriera. “El artista –dice Gombrowicz en alguna parte de su diario– debe actuar siempre en los confines mismos de la vergüenza y el ridículo.” Esa convicción –qué duda cabe– distaba de ser un buen pasaporte en las aduanas de San Isidro.De modo que escribió en su idioma, en pobres pensiones del barrio sur, viviendo un poco de lo que le viniera a la mano o ganando un magro sueldo como empleado del Banco Polaco.
¿Era conde, como le gustaba presumir un poco en broma y un poco en serio?
¿O se trataba del retoño de una rica familia burguesa de provincia, culta y refinada? Lo último es mucho más probable que lo primero, pero el resultado vuelve indistintas esas opciones de origen: sus maneras, su insolencia quieta, sus calculados argumentos para fomentar una discusión, su forma de llevar la muy usada ropa que vestía con elegancia descuidada, sus ideas exclusivistas, su individualismo tenaz, su libertad perdularia y dionisíaca, sus riesgosos merodeos por las zonas de Retiro a la caza de encuentros homosexuales pasajeros, todo, en fin –o casi todo– casaba estupendamente con los reflejos sociales de su más bien incierto pasado.
Personalmente, jamás lo conocí, y sin embargo hubo un momento en que me “intoxiqué” de su presencia.
La historia de esta “intoxicación” reúne, si se quiere, los tonos casi inverosímiles de una larga e improbable sesión de espiritismo. En el otoño de 1985 le comento a Alberto Fischerman que me persigue una imagen cinematográfica para mí imposible de realizar. Le digo entonces que veo un barco blanco anclado en el puerto de Buenos Aires y la figura de un hombre bajando de él para perderse solo en las calles que llevan al centro. El hombre gasta un sombrero, viste un viejo impermeable inglés y carga dos valijas. Es Gombrowicz pisando por primera vez el suelo argentino en 1939.
Poco antes de 1985 yo acababa de volver de Francia, donde había vivido unos años, y Rita Labrosse, la joven viuda de Gombrowicz, me había obsequiado los volúmenes del diario del escritor y la primera edición del libro que hoy se presenta en estas páginas: Gombrowicz en la Argentina, una compilación muy interesante de testimonios hechos por ella misma en Buenos Aires en 1979 y ahora, por primera vez –después de treinta años– traducido al castellano.
Con la lectura de sus diarios y los diversos testimonios desplegados, entre ellos los de Ernesto Sabato, Alejandro Rússovich, Manuel Gálvez, Jorge Calvetti y algunos de sus “discípulos”, la figura de Gombrowicz y su peripecia argentina cobraron forma en mi imaginación en los términos de una ficción híbrida en cuya trama el polaco se volvía argentino de adopción y su obra pasaba a formar parte de nuestra tradición literaria más impertinente y deslumbrante. Empecé escribiendo unos artículos alrededor de la figura y la obra de Gombrowicz en el semanario El Periodista y seguí tomando notas para aguzar el perfil de un desterrado voluntario que hizo de los márgenes (paradójicamente) un centro. De a poco (o quizá fue de golpe) imaginé escenas vivas, fílmicas, y surgió aquello del barco blanco. Fischerman, un vaso de whisky en la mano, pescó la idea al vuelo y nos largamos a construir un film posible. Lo primero fue imaginar una coproducción con algunos realizadores polacos (a lo grande, pero desde los bordes “inmaduros”: Polonia y Argentina), faltaron fondos, no voluntad, en consecuencia redujimos las ambiciones y recurrimos a la tabla salvadora de las cinematografías pobres: el intimismo, la “espontaneidad”. Llamé a Dipi (Jorge Di Paola), Dipi llamó a Mariano Betelú, Betelú a Juan Carlos Gómez, Gómez a Alejandro Rússovich. Fischerman habló con Javier Torres, que dirigía en aquellos años el Centro Cultural San Martín; Javier consiguió una parte sustancial de la financiación, con poco más podíamos filmar. Entonces empezó mi trabajo de guionista.
Para ser breve, durante dos meses, con un cuaderno en la mano, escuché las historias de los cuatro amigos: asistí a sus ironías, a sus confesiones, a sus celos y observé, cada vez más sorprendido, de qué modo hipnótico y hechizado imitaban al maestro. Reproducían su voz, sus palabras, sus gestos, su manera de andar. Y cada uno de ellos, encarnando a Gombrowicz, encaraba a cada uno de los otros hasta entablar un diálogo fantástico –o fantasmático– que llegaba del pasado en un tránsito vigoroso y expansivo que nos dejaba, a Fischerman y a mí, perplejos y casi desorientados.
Es así que Witold Gombrowicz apareció ante mí como la encarnación de un espíritu convocado por la neurosis mimética de sus antiguos discípulos. Quizá porque sólo se imita (a la perfección) lo que se ama, se venera y se odia, en este caso un maestro y un gentil tirano, quienes remedaban la voz y las palabras de “Witoldo” consiguieron exhumar una realidad pretérita con la vivacidad comprometedora de un testimonio más valioso y punzante que mil fotografías amarillentas y muertas. Y de eso, precisamente, trató la película. Gombrowicz había revivido y pasaba facturas a sus discípulos mientras estos se burlaban de sus escrúpulos sofisticados, de sus engaños estratégicos, de sus “mentirillas” licenciosas, de sus regateos minúsculos, de sus consejos a estos “criollitos imbéciles que parece que nacieron boludos”. No sé si pasaron cuatro o cinco meses entre la prefilmación y la filmación misma, cuyas escenas centrales tuvieron lugar en un viejo salón de las abandonadas Tiendas San Miguel, pero lo cierto es que me parecieron una eternidad. Después de largas horas de trabajo, Alberto y yo abandonábamos el set y nos perdíamos en largas caminatas por la 9 de Julio para sacarnos de encima aquella ilusión de espectros que parecían haber perdido su lugar en la Tierra. Estábamos hartos de Gombrowicz y de sus fanáticos apóstoles, harto de las habladurías que habían brotado entre ellos y el mundo que sobrevivió a Gombrowicz, hartos de ese “padre” terco que había logrado modelar bajo la garra de su influencia las vidas de estos muchachos que ahora eran hombre adultos. Esa fue la “intoxicación”.
El antídoto lo produjo el estreno de Gombrowicz o la seducción, representado por sus discípulos. Ahora pudimos relajarnos en las butacas y permitirnos que la película hablara por sí misma, y en algún sentido fue una fiesta, aunque acotada y no muy exitosa. Gombrowicz la habría encontrado “inmadura”, “inferior” y acaso, precisamente por eso, absolutamente respetable.
Sólo meses después, con una curiosidad sigilosa, volví a leer Ferdydurke. Temía que me tragara la náusea, pero me ganó el regocijo y la renovada sorpresa –embelesada– de volver a descubrir un texto capital, la mejor novela espuria de una vanguardia sin nombre.
------------------------------------------------------------------------------------------------------------- por Sergio Pitol
Desde sus primeras experiencias literarias, y aun quizás antes, Witold Gombrowicz intuyó que su actitud, su sitio, su obra se realizarían manteniéndose en contra de todo: contra los hábitos familiares, contra la literatura imperante, contra las glorias nacionales, contra las jóvenes promesas, contra la escena polaca, contra la deificación que sus connacionales hacían de la cultura europea, contra los mitos de la tierra, contra todo, y esa situación de protesta lo acompañó hasta el final, en Polonia, en Argentina, en Alemania y en Francia, los países donde residió. La vida lo dotó con un destino absolutamente ideal para perseverar en esa condición de inconforme, para afinar su personaje, volverlo extraordinario y aprovechar esa antipatía o desprecio hacia el mundo convencional, predeciblemente obtuso y correcto, para combatirlo y buscar lo nuevo, lo auténtico, lo joven, lo real: ésa fue su vocación, y al seguirla coherentemente, la convirtió en su gran triunfo.
Su obra: las novelas, los cuentos, las piezas teatrales y sobre todo los diarios son el producto destilado de sus manías, sus rechazos, sus peripecias voluntariamente absurdas, su inocencia.
Este personaje alucinante, Gombrowicz, nació en la propiedad palaciega de Maloszyce, en el seno de una familia de la vieja nobleza polaco-lituana. Su niñez y adolescencia están ornamentadas con todos los atributos que el rango y la fortuna pueden proporcionar: preceptores e institutrices que le enseñaron francés y rudimentos de otros idiomas, viajes anuales con su madre a Austria y Alemania, a ver médicos, sobre todo. El retrato que Gombrowicz hace de su madre en Testimonio, el libro de conversaciones con Dominique de Roux, es notable: "[Ella] era toda vivacidad, sensible, dotada de una excesiva imaginación, perezosa, indolente, demasiado nerviosa, llena de complejos, de fobias, de ilusiones. Artista lo soy por ella, de eso soy consciente. Mi madre pertenecía a ese tipo de personas que no saben verse tal como son. Es más, se veía absolutamente al revés de como era, y en eso había algo de provocación. En mis momentos de asueto, me gusta leer a Spencer y a Fichte, afirmaba con total sinceridad, aunque las obras de esos filósofos colmasen los anaqueles inferiores de la biblioteca, flamantes, y con las páginas sin cortar. Mi madre era por naturaleza: impulsivamente ingenua, caprichosa, de cultura más bien mundana, anárquica, temerosa, glotona, amante de todas las comodidades. En cambio, imaginaba ser: razonable y lúcida, disciplinada, intelectual, organizada, valiente, frugal, ascética y hasta heroica. Ella fue quien me empujó al puro desatino, al absurdo, convertido más tarde en uno de los elementos más importantes de mi arte".
Aún poco antes de morir, Gombrowicz recordaba la influencia materna: "Mi hermano Jerzy y yo arrastrábamos a nuestra madre a discusiones absurdas, lo que supuso una de mis primeras iniciaciones al arte (y en la dialéctica). ¡Divino absurdo! En esa escuela aprendí a obcecarme heroicamente en el desatino, a obstinarme sólo en la estupidez, a celebrar piadosamente la majadería. ¡Oh forma! Las divinas idioteces de mi literatura (de las que no dejaré jamás de maravillarme), esa facultad de sumergirme en la sandez, es a mi madre a quien se la debo, los mejores colegios en su debido momento, las compañías refinadas, la debilidad pulmonar, que también proporcionaba prestigio y elegancia, las largas temporadas en las montañas para recuperar la salud; luego la universidad, la carrera de leyes, la consiguiente estancia en París después de los estudios, las malas compañías, el regreso a Varsovia".
En 1928, para poder seguir recibiendo la mensualidad que le pasaba su padre, Gombrowicz se comprometió a iniciar una práctica de trabajo en los tribunales de Varsovia como preparación para ejercer la carrera de abogado, asistía a los procesos de secretario del tribunal y redactaba las actas judiciales, "al no lograr distinguir a los asesinos de los jueces estrechaba yo la mano de los asesinos", comentaría más tarde.
El escritor ya había terminado, hacia 1828, cuatro cuentos que no se parecían a nada de lo que escribían en Polonia los literatos tradicionales ni los vanguardistas: "El bailarín del abogado Krakovski", "El diario de Stefan Czarniecki", "Crimen con premeditación" y "La virginidad", es decir, la mitad del material que después integró un libro portentoso titulado Memorias del período de la inmadurez, publicado en 1933, donde aparecen revelaciones e intuiciones decididamente personales. La mayoría de los críticos desdeñó esa obra desde el momento de su aparición, pero lo cierto es que visto en perspectiva, Gombrowicz aparece ya entonces no como una promesa sino como un escritor formado, dueño de un mundo propio, radicalmente original, destinado a transformar la literatura polaca. En esas Memorias del período de la inmadurez viven encapsuladas algunas de las obsesiones fundamentales de Gombrowicz, entre otras, una capital: la superioridad de la inmadurez sobre la madurez, de lo inferior sobre lo superior, de lo bajo sobre lo elevado. Los lectores inteligentes (pocos) fueron susceptibles a todo lo que de nuevo y prodigioso proponía el escritor; los demás, especialmente los críticos, se conformaron con hacer bromas sobre el título, excederse en el sarcasmo sobre la inmadurez que confesaba el joven autor, hacerle recomendaciones triviales y observaciones de tipo paternalista que para el ultrasensitivo Gombrowicz resultaban hirientes. Muchos años después, instalado en Francia, en pleno éxito internacional, Gombrowicz tuvo que releer esos relatos para una próxima edición y le sorprendió la juventud que irradiaban, la respiración del idioma, su gracia: "Es un artificio reverberante de fantasía, de invención, de humor, de ironía. Esos relatos vibran con cortos circuitos sorprendentes, con visiones inesperadas, bullen de humor y juego. Hay que reconocer que en la escala de mis posibilidades este primer libro se encontraba ya a nivel de mis más afortunados éxitos".
Me interesa esa opinión de Gombrowicz sobre su libro inicial, republicado muchos años después con el título de Bakakai, porque a mi juicio es uno de los tres libros que resistirán el cruel paso del tiempo al que toda obra está sujeta, y formarán parte de la pequeña lista de clásicos que cada siglo salva. Los otros son Ferdydurke, y sobre todo, el prodigioso Diario que comenzó a escribir en Buenos Aires.
Ferdydurke apareció en 1937, cuatro años después de la pobre aparición de las Memorias del período de la inmadurez. Las inteligencias más lúcidas de Polonia advirtieron que en su país y con su lengua había nacido un clásico. Quienes habían zaherido al joven narrador por su supuesta inmadurez literaria encontraron en ese libro una respuesta contundente. Ferdydurke es la novela de la inmadurez. En ella todo lo que parecía seguro, firme, respetable en el mundo de los hombres es barrido a golpes, resquebrajado, ridiculizado, hasta terminar siendo risible, grotesco, lamentable, y el fenómeno desacralizador que logra esos resultados es precisamente la inmadurez, la energía de los que se resisten a crecer, el golpe que lo inferior asesta a lo superior, el triunfo de lo vulgar, la subcultura y la impureza sobre la exquisitez, la cultura y la pureza.
¿No se ha visto ya en muchas novelas anteriores esa lucha de fuerzas antagónicas? ¿Cuál es, entonces, la novedad? ¿De qué deberíamos deslumbrarnos? La respuesta la conocemos pocos capítulos después de haber iniciado la lectura. El autor de Ferdydurke , para lograr esa devastación del mundo canónico, ese vendaval salvaje que azota todos y cada uno de los islotes que considerábamos seguros y termina por alegremente desmantelarlos, transforma "la forma" en un instrumento narrativo activo, y su gran acierto, una de las contribuciones mayores del autor al género narrativo, es encontrar esa forma no en los reinos de la cultura, de la razón y de la madurez, sino por el contrario, inventarla y construirla desde la inmadurez, lo que significa escribir un libro delirante, disparatado, poblado de situaciones inusitadas, absurdas, imprevisibles, estrepitosas, esperpénticas.
¡Cuidado! Hay que detenerse y prevenir al lector para no confundirlo. Gombrowicz no es un autor fantástico sino un realista radical; él lo sostuvo toda su vida. Un hiperrealista que se propone corroer todo lo que es falso en el mundo de los hombres para llegar, después de traspasar capas y capas de construcciones culturales falsas y obsoletas, hasta lo real, es decir, lo verdaderamente humano.
En el prólogo que escribió a la primera edición del libro en Argentina, Gombrowicz señala: "Los dos problemas capitales de Ferdydurke son: la Inmadurez y la Forma. Es un hecho que los hombres se ven obligados a ocultar la inmadurez y por eso su fachada sólo muestra lo que está maduro. Esa madurez exterior es una mera ficción. Si no se logra unir esos mundos, la cultura será siempre para el hombre un instrumento de engaño".
Uno de los ejes sobre el que se sostienen las novelas del escritor polaco a partir de Ferdydurke es la creación del hombre por el hombre, posibilitada por el hecho de que tanto sus sentimientos como sus ideas le son impuestos desde el exterior. Alguien está seguro de que un acto cualquiera ha nacido de su mente aunque lo cierto es que, sin él saberlo, le ha sido impuesto por los otros. Los seres humanos se empujan mutuamente, se buscan y una vez que entran en contacto se excitan recíprocamente, y de ese contacto surge una forma nunca permanente, puesto que a cada momento se abre a nuevas posibilidades. "Quizás lo que me propongo en mis escritos -dice- es sencillamente debilitar todas las construcciones de la moral premeditada a fin de que nuestro reflejo moral inmediato, el más espontáneo, pueda manifestarse."
En 1939 Gombrowicz viajó a Buenos Aires; apenas desembarcado estalló la guerra, lo que le impuso una permanencia de veinticuatro años en Argentina. Allí encontró su verdadero destino, fue el herético absoluto, un salvaje, y encarnó del todo lo que antes sólo había imaginado: el trato con "la inferioridad", "lo bajo", "la inmadurez". Fueron tiempos terribles y magníficos, una experiencia única. Durante los diez primeros años no pudo escribir una sola línea; luego despierta, vuelve a la novela, al teatro, pero, sobre todo, descubre el género donde se manifiesta toda su grandeza: el Diario, la obra mayor de su vida.
En 1963 volvió a Europa. Antes de morir, en Vence, en 1969, lo alcanzó la celebridad.
Fuente: LA NACION - México, 2001 (Por Sergio Pitol)
Contra todo, pero en favor de la inmadurez